El niño Ibai Uriarte, tras el trasplante múltiple, recibirá el alta la próxima semana
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El niño Ibai Uriarte, tras el trasplante múltiple, recibirá el alta la próxima semana
El niño Ibai Uriarte, tras el trasplante múltiple, recibirá el alta la próxima semana
Este niño de cuatro años protagonizó las portadas de todo el país. Le habían trasplantado cinco órganos en una misma operación, y con éxito. Sin embargo, desde aquel día de finales de diciembre en que saltó la buena noticia, nada se había vuelto a saber de él. Y su lucha no había hecho más que empezar. XLSemanal es el único medio que ha acompañado al pequeño y su familia en una travesía llena de coraje, amor y esperanza.
Como si nada, unos días antes de cumplir cuatro años, Ibai hizo de madre en el cuento Las siete cabritillas. Como si nada... Desinhibido, avisó a sus siete hijos, disfrazados de cartón, de que el lobo estaba al acecho y no debían abrirle la puerta. Sus compañeros de la ikastola de Zarátamo (Vizcaya), un pequeño pueblo cercano a Galdácano, lo aplaudieron con ganas.
Era un día cualquiera y nada hacía presagiar que Ibai fuera distinto al resto de los niños. Hasta noviembre último, la vida de Ibai había transcurrido como si nada. Hablador. Tragón. Un niño sano, con el pelo pincho y pasión por Dora la Exploradora. Sin el menor síntoma de que en su cuerpo estuviera creciendo calladamente un «teratoma feto in feto», es decir, un tumor congénito que viene a ser el aborto de un gemelo, una masa informe de tejidos humanos (uñas, pelo, músculos...) que le había desplazado todos los órganos del abdomen con la agresividad de un parásito latente.
Como si nada, como sucede cada vez que el resto de tu vida está a punto de cambiar, Javier y Susana, los padres de Ibai, llamaron a la escuela para decir que al día siguiente el niño tenía la revisión de los cuatro años y llegaría tarde a clase. Puro trámite. Pero en el centro de salud el pediatra le palpa el abdomen y se da cuenta de que algo no va bien. Le mandan al hospital de Cruces, en Bilbao, para asegurarse, y en la nebulosa de la ecografía da la cara el teratoma de 700 gramos, «pero, tranquilos, es una operación sencilla, todo va a ir bien».
Los padres se lo creen. Javier Uriarte, vigilante de seguridad en Carrefour, pide permiso el 29 de noviembre en el trabajo. Están convencidos, porque se lo han contado, de que la operación será corta y de que en un par de días tendrán al niño en casa. Pero los padres creen que en la mesa de operaciones algo se tuerce. Lo que parece ser una arteria nutricia del tumor resulta ser la imprescindible arteria celíaca, es decir, la que abastece de oxígeno a esófago, estómago, duodeno, bazo, páncreas, hígado y vesícula. Al cortarla, dicen, se produce una lesión «incompatible con la vida», «una desgracia», «un accidente quirúrgico». Y así fue como Ibai, poco a poco, empezó a morirse.
El 2 de diciembre, la fiebre de Ibai no remite y los médicos de Bilbao deciden mandarlo a La Paz (el único hospital de España donde se hacen trasplantes multiviscerales pediátricos). Nadie es capaz de garantizar a la familia que el niño vaya a llegar con vida a Madrid y les piden a los padres que no traten de seguir la ambulancia porque hay un temporal de nieve y pueden provocar un accidente. Javier Uriarte no les hace caso, coge prestado el Nissan Almera de su padre («viejo, pero muy bien conservado») y se va a Madrid con su mujer y su suegra. «Ten cuidado», «no corras», «Javi, a 40» son las únicas frases que Susana puede decir desde el asiento de atrás. Sin cadenas, sin visibilidad, sin radio para distraer el silencio, agónica y lentamente, el coche de la familia va avanzando. Si la ambulancia se detiene a un lado de la carretera, es que todo se ha acabado. La angustia los mantiene despiertos toda la noche y, a la altura de Burgos, la Guardia Civil pone una máquina quitanieves para abrirles paso.
Cuando Ibai llega a La Paz, ha sufrido varios infartos en el hígado y en el bazo, tiene parte del aparato digestivo necrosado, pero en la UCI consiguen estabilizarlo. Los médicos creen que sería incapaz de sobrevivir si no llega un trasplante en tres días, pero ocurre lo imprevisible: «Lo lógico en una situación de ese tipo es que se produzca el fallecimiento a muy corto plazo -explica el doctor Gerardo Prieto, jefe de gastroenterología pediátrica de La Paz-, pero, sea como fuere, Ibai recuperó una cierta función hepática a través de pequeñas arterias que le permitieron mantenerse vivo. Eso es algo muy excepcional, pero, probablemente, él debía de tener alguna anomalía de base en cuanto a la distribución vascular en el abdomen, una serie de ramas colaterales que ni usted ni yo no tenemos por el mero hecho de que no nacimos con un teratoma».
Comienza una nueva cuenta atrás. Hay siete niños por delante de él en expectativa de un trasplante multivisceral, pero la situación de Ibai lo coloca en el dudoso privilegio del «código 0» de la Organización Nacional de Trasplantes, es decir, en el lugar de quien no puede permitirse esperar. En Madrid, la vida de la familia se altera por completo. El hijo mayor, Markel, de ocho años, se ha quedado en Zarátamo con sus abuelos paternos. Los padres y la abuela consiguen alojamiento en el piso de unas monjas, las Siervas de los Pobres, y conviven austeramente con otros familiares de enfermos. Las horas y los días pasan en el hospital con lentitud claustrofóbica. Solo pueden visitar a Ibai de 11.00 a 14.00 y de 17.00 a 21.00. El niño (que una semana antes vivía como si nada) está entubado, rodeado de luces rojas. Ha dejado de comer por la boca, está desconcertado, no entiende nada y se apaga. Los padres tratan de compensar la imposibilidad de un diálogo con canciones y caricias. La Navidad se acerca y le cantan una y otra vez la canción del Olentzero, el Papá Noel vasco. Parece que Ibai intenta sonreír, pero no puede.
El 14 de diciembre, Ibai es sometido a una «cirugía paliativa» y le extirpan los órganos necrosados a la espera de un trasplante que aún puede tardar. «Cuando le abrimos, nos encontramos con una catástrofe abdominal -explica el doctor López Santamaría, jefe de la unidad de trasplantes digestivos del hospital La Paz-, así que tratamos de quitar todo lo que estaba desvitalizado para evitar una infección.»
Con esa intervención se gana algo de tiempo. La lista de espera para un trasplante de intestino, hepatointestinal o multivisceral tiene una media de 300 días y una mortalidad del 30 por ciento. Pero ocurre el milagro. El 28 de diciembre parece otro día cualquiera, uno más de la cuenta atrás para Ibai. Javier se va al centro comercial de La Vaguada para comprar un cuento de Dora la Exploradora. «Se lo había prometido y en el quiosco del hospital no lo tenían, así que cogí el coche y estuve fuera una hora.» A las seis de la tarde, el coordinador de trasplantes de La Paz, Santiago Yus, llama al doctor López Santamaría, el cirujano, que ya está en casa, para avisarlo de que hay un posible donante en Lisboa. En los pasillos, la madre y la abuela reciben la noticia. «Pero, por favor, no os emocionéis; aún no es definitivo.» «¿Y cómo no nos íbamos a emocionar? -recuerda Isabel, la abuela de Ibai-. Desde que llegamos a Madrid, mi hija decía que ella no se podía marchar a casa sin el niño, pero pasaba un día y otro... Empezamos a llorar, nos dimos un abrazo, la palabra «vida» no se nos caía de la boca.»
A última hora de la tarde, un equipo quirúrgico sale hacia Lisboa en helicóptero y a las 22.15 empieza la extracción. A las 23.30 los cirujanos llaman a La Paz: los órganos son válidos. Mientras, en Madrid, Ibai entra en quirófano. Al mismo tiempo unos padres en Portugal lloran por la vida de su hijo de 16 kilos (¿o sería una hija?).
A las tres de la mañana, el equipo de López Santamaría inicia el trasplante. Le insertan hígado, estómago, duodeno, intestino delgado y páncreas, pero no de uno en uno, sino en bloque. «Se podría hacer por separado, pero sería absurdo -explica el doctor-. Es tan complejo y consumiría tanto tiempo que los últimos órganos no se podrían utilizar por todo el tiempo transcurrido de isquemia fría» (es decir, fuera del cuerpo y sin sangre).
Gracias a la intervención anterior, que lo había vaciado parcialmente, la cirugía del trasplante de Ibai es rápida. «Estuvimos siete horas y media, relativamente poco para las 12 o 13 horas que solemos tardar en un trasplante multivisceral.»
La operación es un éxito. In extremis, el trasplante llega a tiempo, pero eso no significa que el calvario de Ibai se acabe.
Tres días después, en Nochevieja, Javier y Susana comen pollo y brindan con sidra en el piso de las monjas. El caso de Ibai ha saltado a los medios y la precariedad está a punto de acabarse para la familia Uriarte porque Eules Seguridad, la empresa para la que trabaja Javier, les va a proporcionar un cómodo piso en La Moraleja mientras dure la hospitalización. La buena suerte del niño ocupa titulares en todos los periódicos, hace frío y los telediarios están ávidos de buenas noticias para endulzar la amarga crisis. Ocurre entonces algo que no es bueno para nadie: la sobreexposición mediática. Un parte médico que anuncia la previsible salida de Ibai de cuidados intensivos produce un aluvión de peticiones. Todos queremos estar ahí. La televisión portuguesa, las agencias, los magacines de la mañana, la radio... A principios de enero, XLSemanal tiene una cita con Ibai en la UCI, pero, finalmente, nos quedamos en la puerta porque la madre del niño enfermo que comparte box con él se niega a que entren los periodistas. Hay un momento de tensión y a partir de ese día, de repente, se produce un apagón informativo. ¿Qué ha sucedido? Dos cosas. Por una parte, Ibai ha sufrido un leve empeoramiento. El 13 de enero ha de ser intervenido nuevamente a causa de una obstrucción intestinal y, al mismo tiempo, se le corrige una parálisis en el diafragma que, aunque no es grave, lo obliga a utilizar mascarilla de oxígeno. Comparada con el trasplante, la nueva operación es insignificante, pero la complicación respiratoria es engorrosa, Ibai necesita asistencia respiratoria y ya no puede ir a planta, como le habían prometido. Además, su compañero de box ha fallecido y el impacto ha socavado todavía más el estado de ánimo de Ibai, que no habla y cada vez está más irritable. «Ya no sabe cómo ponerse en la cama y se mueve más que los precios», dice la abuela. Sin fecha de salida, el tiempo vuelve a discurrir con una lentitud exasperante. La capilla del hospital es el refugio de la abuela y la madre, que no se despegan del rosario. Tras la euforia del trasplante, la nueva etapa es deprimente. Todos los días, Ibai le regala a su padre una de esas pulseras de goma con forma de animal que hacen furor entre los niños. Es lo único suyo que entra y sale de cuidados intensivos. El niño sigue profundamente triste y los padres se desesperan.
El 26 de enero, Blanca y Pilar, dos terapeutas del Máster de Musicoterapia de la Universidad Autónoma, entran con instrumentos al box de Ibai. El propósito es múltiple: por un lado, ayudarlo a que se exprese; por otro, trabajar el cuerpo, que lleva más de dos meses atrofiado; y, en tercer lugar, y si es posible, tratar de levantarle el ánimo. Pero Ibai está furioso, no entiende nada y se siente traicionado. Elige tocar el tambor y lo golpea con toda la violencia que su débil respiración le permite. Inmediatamente se agota, pero el miércoles siguiente ya no está tan agresivo y opta por las maracas. A su alrededor, las enfermeras, las terapeutas y el padre lo acompañan, con las mascarillas verdes de rigor, cantando y tocando la Bamba. Ibai es incapaz de sonreír, pero hace un esfuerzo. Su cuerpo está completamente laxo, pero él mueve la maraca con la muñeca y poco a poco va elevando el brazo para seguir el ritmo. Le encanta la música y el padre le compra un teclado y un carillón, que se convierten desde entonces en su juguete favorito.
El 13 de febrero, un domingo por la tarde, sin previo aviso, los médicos deciden que Ibai está preparado para salir a planta, de hecho, más que estar preparado, lo necesita. Consideran que el aspecto psicológico está lastrando su mejoría, optan por darle un revulsivo y aciertan de lleno. Continúa con asistencia respiratoria, pero el lunes deja los monosílabos y cuando llega la comida dice: «Tengo hambre». Vuelve a hacer puzles, «y no sabes cómo se ríe con el pato», cuenta su padre con un suspiro de alivio.
En la puerta de la habitación, la abuela ha pintado con boli un cartel con su nombre: «Ibai». Después de meses de visitas al hospital para hablar con los padres, por fin vamos a conocer en persona al niño del milagro. «La madre le ha peinado el pelo para arriba». Y allí está Ibai: tan delgado, tan vulnerable, tan poquita cosa en su cama de hospital, tan distinto a las fotos de la escuela. Lleva mascarilla, no habla, pero se comunica con la mirada. Sé que es presumido y le digo que está muy guapo con el pelo de punta. El pato de peluche está en la ventana, es uno de esos muñecos de los chinos que se mueven y hace «cua-cua» con una música estridente. Lo enciendo, el pato baila y el esternón de Ibai se agita con una risa tenue que quiere ser carcajada. No para de reír y su alegría es contagiosa, una alegría que da ganas de llorar. «Empezamos a ver la luz al final del túnel», me dice Javier, que no habla por hablar.
Una semana más tarde tenemos otra cita y descubrimos a un niño diferente. Todavía no puede caminar porque los tres meses que lleva hospitalizado han afectado a su musculatura, pero me lo encuentro en la sala de juegos, sentado en una silla, sin gafitas respiratorias y con un globo de Bob Esponja en la mano. Me dice: «Hola». Es la primera vez que escucho su voz. El padre lo lleva en un carrito a la habitación y asistimos a una nueva sesión de musicoterapia. Esta vez la música para Ibai es más divertimento que terapia. Desde la cama, Ibai dirige la improvisación con su xilófono, está componiendo, se le da bien, y el resto seguimos su melodía con maracas y guitarras, como si fuera el flautista de Hamelín. Antes de marcharnos, Javier me quiere enseñar en el móvil un vídeo de su otro hijo, Markel, tocando la batería en una audición de la escuela. Por primera vez, Ibai no se lleva todo el protagonismo y eso es señal de que el alta se aproxima.
En Zarátamo, en la escuela, los niños invocan a Ibai cada vez que hacen recuento de quién está y quién falta. Su ausencia es tangible. En el aula quedan los murales de las siete cabritillas, quedan los dibujos de Ibai. A finales de febrero, sus compañeros se están preparando para el carnaval: van de cocineros. Cuando ensayan para la tamborrada, cada vez que la maestra dice: «Más fuerte», alguien le recuerda: «Sí, para que Ibai nos oiga desde Madrid». Y tocan más fuerte.
Isabel Navarro
Este niño de cuatro años protagonizó las portadas de todo el país. Le habían trasplantado cinco órganos en una misma operación, y con éxito. Sin embargo, desde aquel día de finales de diciembre en que saltó la buena noticia, nada se había vuelto a saber de él. Y su lucha no había hecho más que empezar. XLSemanal es el único medio que ha acompañado al pequeño y su familia en una travesía llena de coraje, amor y esperanza.
Como si nada, unos días antes de cumplir cuatro años, Ibai hizo de madre en el cuento Las siete cabritillas. Como si nada... Desinhibido, avisó a sus siete hijos, disfrazados de cartón, de que el lobo estaba al acecho y no debían abrirle la puerta. Sus compañeros de la ikastola de Zarátamo (Vizcaya), un pequeño pueblo cercano a Galdácano, lo aplaudieron con ganas.
Era un día cualquiera y nada hacía presagiar que Ibai fuera distinto al resto de los niños. Hasta noviembre último, la vida de Ibai había transcurrido como si nada. Hablador. Tragón. Un niño sano, con el pelo pincho y pasión por Dora la Exploradora. Sin el menor síntoma de que en su cuerpo estuviera creciendo calladamente un «teratoma feto in feto», es decir, un tumor congénito que viene a ser el aborto de un gemelo, una masa informe de tejidos humanos (uñas, pelo, músculos...) que le había desplazado todos los órganos del abdomen con la agresividad de un parásito latente.
Como si nada, como sucede cada vez que el resto de tu vida está a punto de cambiar, Javier y Susana, los padres de Ibai, llamaron a la escuela para decir que al día siguiente el niño tenía la revisión de los cuatro años y llegaría tarde a clase. Puro trámite. Pero en el centro de salud el pediatra le palpa el abdomen y se da cuenta de que algo no va bien. Le mandan al hospital de Cruces, en Bilbao, para asegurarse, y en la nebulosa de la ecografía da la cara el teratoma de 700 gramos, «pero, tranquilos, es una operación sencilla, todo va a ir bien».
Los padres se lo creen. Javier Uriarte, vigilante de seguridad en Carrefour, pide permiso el 29 de noviembre en el trabajo. Están convencidos, porque se lo han contado, de que la operación será corta y de que en un par de días tendrán al niño en casa. Pero los padres creen que en la mesa de operaciones algo se tuerce. Lo que parece ser una arteria nutricia del tumor resulta ser la imprescindible arteria celíaca, es decir, la que abastece de oxígeno a esófago, estómago, duodeno, bazo, páncreas, hígado y vesícula. Al cortarla, dicen, se produce una lesión «incompatible con la vida», «una desgracia», «un accidente quirúrgico». Y así fue como Ibai, poco a poco, empezó a morirse.
El 2 de diciembre, la fiebre de Ibai no remite y los médicos de Bilbao deciden mandarlo a La Paz (el único hospital de España donde se hacen trasplantes multiviscerales pediátricos). Nadie es capaz de garantizar a la familia que el niño vaya a llegar con vida a Madrid y les piden a los padres que no traten de seguir la ambulancia porque hay un temporal de nieve y pueden provocar un accidente. Javier Uriarte no les hace caso, coge prestado el Nissan Almera de su padre («viejo, pero muy bien conservado») y se va a Madrid con su mujer y su suegra. «Ten cuidado», «no corras», «Javi, a 40» son las únicas frases que Susana puede decir desde el asiento de atrás. Sin cadenas, sin visibilidad, sin radio para distraer el silencio, agónica y lentamente, el coche de la familia va avanzando. Si la ambulancia se detiene a un lado de la carretera, es que todo se ha acabado. La angustia los mantiene despiertos toda la noche y, a la altura de Burgos, la Guardia Civil pone una máquina quitanieves para abrirles paso.
Cuando Ibai llega a La Paz, ha sufrido varios infartos en el hígado y en el bazo, tiene parte del aparato digestivo necrosado, pero en la UCI consiguen estabilizarlo. Los médicos creen que sería incapaz de sobrevivir si no llega un trasplante en tres días, pero ocurre lo imprevisible: «Lo lógico en una situación de ese tipo es que se produzca el fallecimiento a muy corto plazo -explica el doctor Gerardo Prieto, jefe de gastroenterología pediátrica de La Paz-, pero, sea como fuere, Ibai recuperó una cierta función hepática a través de pequeñas arterias que le permitieron mantenerse vivo. Eso es algo muy excepcional, pero, probablemente, él debía de tener alguna anomalía de base en cuanto a la distribución vascular en el abdomen, una serie de ramas colaterales que ni usted ni yo no tenemos por el mero hecho de que no nacimos con un teratoma».
Comienza una nueva cuenta atrás. Hay siete niños por delante de él en expectativa de un trasplante multivisceral, pero la situación de Ibai lo coloca en el dudoso privilegio del «código 0» de la Organización Nacional de Trasplantes, es decir, en el lugar de quien no puede permitirse esperar. En Madrid, la vida de la familia se altera por completo. El hijo mayor, Markel, de ocho años, se ha quedado en Zarátamo con sus abuelos paternos. Los padres y la abuela consiguen alojamiento en el piso de unas monjas, las Siervas de los Pobres, y conviven austeramente con otros familiares de enfermos. Las horas y los días pasan en el hospital con lentitud claustrofóbica. Solo pueden visitar a Ibai de 11.00 a 14.00 y de 17.00 a 21.00. El niño (que una semana antes vivía como si nada) está entubado, rodeado de luces rojas. Ha dejado de comer por la boca, está desconcertado, no entiende nada y se apaga. Los padres tratan de compensar la imposibilidad de un diálogo con canciones y caricias. La Navidad se acerca y le cantan una y otra vez la canción del Olentzero, el Papá Noel vasco. Parece que Ibai intenta sonreír, pero no puede.
El 14 de diciembre, Ibai es sometido a una «cirugía paliativa» y le extirpan los órganos necrosados a la espera de un trasplante que aún puede tardar. «Cuando le abrimos, nos encontramos con una catástrofe abdominal -explica el doctor López Santamaría, jefe de la unidad de trasplantes digestivos del hospital La Paz-, así que tratamos de quitar todo lo que estaba desvitalizado para evitar una infección.»
Con esa intervención se gana algo de tiempo. La lista de espera para un trasplante de intestino, hepatointestinal o multivisceral tiene una media de 300 días y una mortalidad del 30 por ciento. Pero ocurre el milagro. El 28 de diciembre parece otro día cualquiera, uno más de la cuenta atrás para Ibai. Javier se va al centro comercial de La Vaguada para comprar un cuento de Dora la Exploradora. «Se lo había prometido y en el quiosco del hospital no lo tenían, así que cogí el coche y estuve fuera una hora.» A las seis de la tarde, el coordinador de trasplantes de La Paz, Santiago Yus, llama al doctor López Santamaría, el cirujano, que ya está en casa, para avisarlo de que hay un posible donante en Lisboa. En los pasillos, la madre y la abuela reciben la noticia. «Pero, por favor, no os emocionéis; aún no es definitivo.» «¿Y cómo no nos íbamos a emocionar? -recuerda Isabel, la abuela de Ibai-. Desde que llegamos a Madrid, mi hija decía que ella no se podía marchar a casa sin el niño, pero pasaba un día y otro... Empezamos a llorar, nos dimos un abrazo, la palabra «vida» no se nos caía de la boca.»
A última hora de la tarde, un equipo quirúrgico sale hacia Lisboa en helicóptero y a las 22.15 empieza la extracción. A las 23.30 los cirujanos llaman a La Paz: los órganos son válidos. Mientras, en Madrid, Ibai entra en quirófano. Al mismo tiempo unos padres en Portugal lloran por la vida de su hijo de 16 kilos (¿o sería una hija?).
A las tres de la mañana, el equipo de López Santamaría inicia el trasplante. Le insertan hígado, estómago, duodeno, intestino delgado y páncreas, pero no de uno en uno, sino en bloque. «Se podría hacer por separado, pero sería absurdo -explica el doctor-. Es tan complejo y consumiría tanto tiempo que los últimos órganos no se podrían utilizar por todo el tiempo transcurrido de isquemia fría» (es decir, fuera del cuerpo y sin sangre).
Gracias a la intervención anterior, que lo había vaciado parcialmente, la cirugía del trasplante de Ibai es rápida. «Estuvimos siete horas y media, relativamente poco para las 12 o 13 horas que solemos tardar en un trasplante multivisceral.»
La operación es un éxito. In extremis, el trasplante llega a tiempo, pero eso no significa que el calvario de Ibai se acabe.
Tres días después, en Nochevieja, Javier y Susana comen pollo y brindan con sidra en el piso de las monjas. El caso de Ibai ha saltado a los medios y la precariedad está a punto de acabarse para la familia Uriarte porque Eules Seguridad, la empresa para la que trabaja Javier, les va a proporcionar un cómodo piso en La Moraleja mientras dure la hospitalización. La buena suerte del niño ocupa titulares en todos los periódicos, hace frío y los telediarios están ávidos de buenas noticias para endulzar la amarga crisis. Ocurre entonces algo que no es bueno para nadie: la sobreexposición mediática. Un parte médico que anuncia la previsible salida de Ibai de cuidados intensivos produce un aluvión de peticiones. Todos queremos estar ahí. La televisión portuguesa, las agencias, los magacines de la mañana, la radio... A principios de enero, XLSemanal tiene una cita con Ibai en la UCI, pero, finalmente, nos quedamos en la puerta porque la madre del niño enfermo que comparte box con él se niega a que entren los periodistas. Hay un momento de tensión y a partir de ese día, de repente, se produce un apagón informativo. ¿Qué ha sucedido? Dos cosas. Por una parte, Ibai ha sufrido un leve empeoramiento. El 13 de enero ha de ser intervenido nuevamente a causa de una obstrucción intestinal y, al mismo tiempo, se le corrige una parálisis en el diafragma que, aunque no es grave, lo obliga a utilizar mascarilla de oxígeno. Comparada con el trasplante, la nueva operación es insignificante, pero la complicación respiratoria es engorrosa, Ibai necesita asistencia respiratoria y ya no puede ir a planta, como le habían prometido. Además, su compañero de box ha fallecido y el impacto ha socavado todavía más el estado de ánimo de Ibai, que no habla y cada vez está más irritable. «Ya no sabe cómo ponerse en la cama y se mueve más que los precios», dice la abuela. Sin fecha de salida, el tiempo vuelve a discurrir con una lentitud exasperante. La capilla del hospital es el refugio de la abuela y la madre, que no se despegan del rosario. Tras la euforia del trasplante, la nueva etapa es deprimente. Todos los días, Ibai le regala a su padre una de esas pulseras de goma con forma de animal que hacen furor entre los niños. Es lo único suyo que entra y sale de cuidados intensivos. El niño sigue profundamente triste y los padres se desesperan.
El 26 de enero, Blanca y Pilar, dos terapeutas del Máster de Musicoterapia de la Universidad Autónoma, entran con instrumentos al box de Ibai. El propósito es múltiple: por un lado, ayudarlo a que se exprese; por otro, trabajar el cuerpo, que lleva más de dos meses atrofiado; y, en tercer lugar, y si es posible, tratar de levantarle el ánimo. Pero Ibai está furioso, no entiende nada y se siente traicionado. Elige tocar el tambor y lo golpea con toda la violencia que su débil respiración le permite. Inmediatamente se agota, pero el miércoles siguiente ya no está tan agresivo y opta por las maracas. A su alrededor, las enfermeras, las terapeutas y el padre lo acompañan, con las mascarillas verdes de rigor, cantando y tocando la Bamba. Ibai es incapaz de sonreír, pero hace un esfuerzo. Su cuerpo está completamente laxo, pero él mueve la maraca con la muñeca y poco a poco va elevando el brazo para seguir el ritmo. Le encanta la música y el padre le compra un teclado y un carillón, que se convierten desde entonces en su juguete favorito.
El 13 de febrero, un domingo por la tarde, sin previo aviso, los médicos deciden que Ibai está preparado para salir a planta, de hecho, más que estar preparado, lo necesita. Consideran que el aspecto psicológico está lastrando su mejoría, optan por darle un revulsivo y aciertan de lleno. Continúa con asistencia respiratoria, pero el lunes deja los monosílabos y cuando llega la comida dice: «Tengo hambre». Vuelve a hacer puzles, «y no sabes cómo se ríe con el pato», cuenta su padre con un suspiro de alivio.
En la puerta de la habitación, la abuela ha pintado con boli un cartel con su nombre: «Ibai». Después de meses de visitas al hospital para hablar con los padres, por fin vamos a conocer en persona al niño del milagro. «La madre le ha peinado el pelo para arriba». Y allí está Ibai: tan delgado, tan vulnerable, tan poquita cosa en su cama de hospital, tan distinto a las fotos de la escuela. Lleva mascarilla, no habla, pero se comunica con la mirada. Sé que es presumido y le digo que está muy guapo con el pelo de punta. El pato de peluche está en la ventana, es uno de esos muñecos de los chinos que se mueven y hace «cua-cua» con una música estridente. Lo enciendo, el pato baila y el esternón de Ibai se agita con una risa tenue que quiere ser carcajada. No para de reír y su alegría es contagiosa, una alegría que da ganas de llorar. «Empezamos a ver la luz al final del túnel», me dice Javier, que no habla por hablar.
Una semana más tarde tenemos otra cita y descubrimos a un niño diferente. Todavía no puede caminar porque los tres meses que lleva hospitalizado han afectado a su musculatura, pero me lo encuentro en la sala de juegos, sentado en una silla, sin gafitas respiratorias y con un globo de Bob Esponja en la mano. Me dice: «Hola». Es la primera vez que escucho su voz. El padre lo lleva en un carrito a la habitación y asistimos a una nueva sesión de musicoterapia. Esta vez la música para Ibai es más divertimento que terapia. Desde la cama, Ibai dirige la improvisación con su xilófono, está componiendo, se le da bien, y el resto seguimos su melodía con maracas y guitarras, como si fuera el flautista de Hamelín. Antes de marcharnos, Javier me quiere enseñar en el móvil un vídeo de su otro hijo, Markel, tocando la batería en una audición de la escuela. Por primera vez, Ibai no se lleva todo el protagonismo y eso es señal de que el alta se aproxima.
En Zarátamo, en la escuela, los niños invocan a Ibai cada vez que hacen recuento de quién está y quién falta. Su ausencia es tangible. En el aula quedan los murales de las siete cabritillas, quedan los dibujos de Ibai. A finales de febrero, sus compañeros se están preparando para el carnaval: van de cocineros. Cuando ensayan para la tamborrada, cada vez que la maestra dice: «Más fuerte», alguien le recuerda: «Sí, para que Ibai nos oiga desde Madrid». Y tocan más fuerte.
Isabel Navarro
Re: El niño Ibai Uriarte, tras el trasplante múltiple, recibirá el alta la próxima semana
Desde que he leido esta noticia no puedo parar de llorar.
Me es todo tan familiar y reciente que a medida que la iba leyendo me recordaba a mi experiencia de hace 5 años.
Me alegro por él, pero me entristece saber que hay tantos niños todavía en espera de trasplante.
En estos momentos hay 51 niños en lista de espera en este hospital para ser trasplantados, de ellos, 4 de intestino aislado, 5 multivisceral, 2 de hígado-páncreas, 4 de hígado-riñón, 14 de hígado y 22 de riñón.
Me es todo tan familiar y reciente que a medida que la iba leyendo me recordaba a mi experiencia de hace 5 años.
Me alegro por él, pero me entristece saber que hay tantos niños todavía en espera de trasplante.
En estos momentos hay 51 niños en lista de espera en este hospital para ser trasplantados, de ellos, 4 de intestino aislado, 5 multivisceral, 2 de hígado-páncreas, 4 de hígado-riñón, 14 de hígado y 22 de riñón.
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